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Foto del escritorJack Goldstein

“Siempre lamenté no ser judío” - Jorge Luis Borges


Jorge Luis Borges y David Ben Gurión, Buenos Aires, 1969


Por David Alejandro Rosenthal

Jorge Luis Borges es reconocido a nivel mundial como literato y poeta, también como filósofo y autoridad en temas. Autor de invaluables piezas y un verdadero defensor de Israel y de los judíos. Fue inspirado por la sabiduría judía y reconocedor de la biblia. Tuvo variedad de amigos hebreos y fue a Israel en sus primeros años como invitado del premier Ben Gurion. Escribió El Aleph y de Ficciones, y es considerado como uno de los padres de la literatura universal del siglo XX. Con innumerables reconocimientos por todo el mundo, siempre lamento no haber sido judío.


“He hecho lo mejor que pude para ser judío. Pude haber fracasado… Si pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos… Muchas veces me pienso judío, pero me pregunto si tengo derecho de hacerlo”

Le dijo a quién fue el primer ministro israelí, David Ben Gurion, con quien tuvo un histórico encuentro en Buenos Aires: "Más allá de los azares de la sangre, todos somos griegos y hebreos". Borges hacía pública su admiración por la sabiduría judía, en especial de la filosofía de Baruch Spinoza, holandés y judío sefardí. Fue una de las más fascinantes mentes de la filosofía occidental. También hacía eco de su admiración y fascinación de la cábala hebrea, en especial de Gershom Scholem, autoridad del tema y de Martin Buber en segunda instancia.


El antisemitismo no perdona a nadie. Es así que, el mismísimo Borges, fue culpado y casi enjuiciado de ser judaizante y de origen hebraico. Pero, así mismo se defendió de la forma más sagaz y solemne, dejando tanto la pregunta como la respuesta abierta. Enalteciendo el honor del pueblo hebreo y en realidad de una forma muy sutil y refinada dejo a los espectadores confundidos y dispersados entre sus maliciosas contiendas y pretensiones.


Yo judío

Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia —que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.


¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío. Se trata de una hipótesis haragana, de una aventura sedentaria y frugal que a nadie perjudica —ni siquiera a la fama de Israel, ya que mi judaísmo era sin palabras, como las canciones de Mendelssohn. Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi "ascendencia judía, maliciosamente ocultada". (El participio y el adverbio me maravillan).


Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella fecha, para demostrar que todos, o casi todos, "procedían de cepa hebreo-portuguesa". Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol. Sin embargo, el capitán Honorio Acevedo ha realizado investigaciones precisas que no puedo ignorar. Ellas me indican el primer Acevedo que desembarcó en esta tierra, el catalán don Pedro de Azevedo, maestre de campo, ya poblador del "Pago de los Arroyos" en 1728, padre y antepasado de estancieros de esta provincia, varón de quien informan los Anales del Rosario de Santa Fe y los Documentos para la historia del Virreinato —abuelo, en fin, casi irreparablemente español.


Doscientos años y no doy con el israelita, doscientos años y el antepasado me elude. Agradezco el estímulo de Crisol, pero está enflaqueciendo mi esperanza de entroncar con la Mesa de los Panes y con el Mar de Bronce, con Heine, Gleizer y los diez Sefiroth, con el Eclesiastés y con Chaplin.


Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. ¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo; sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don”. (Borges, Yo, judío, 1934)


Fue esta, a forma de poema y con gran sagacidad, la respuesta del gran Borges a sus detractores antisemitas que hacían eco en la época del auge nacional socialista alemán que golpeaba también a la Argentina. País que luego albergaría a líderes nazis de renombre que luego serían capturados en su territorio, el caso más conocido fue el de Adolf Eichmann.


Jorge Luis Borges fue un apasionado por el judaísmo. Además de este grandioso poema en defensa de si y de la tradición hebrea, se dedicó en su vida a investigar temas como el de la mística judía, es decir, la cábala. Estudió la obra de la máxima autoridad académica del tema, Gershom Scholem. A raíz de esto, dio una muy docta conferencia llamada: Siete Noches. Claro está que se inspiró en la novela de Gustav Meyrink, llamada El Golem y publicada en el año 1915. Borges se fascinó por la antigua historia del Golem, aquella criatura que hizo el Rabino Yehuda Löw ben Becalel, hoy Republica Checa. Este grandioso cabalista, reconocido en la época por sus artes místicas, inspiraría una leyenda hasta hoy mágica.


El Golem

Si, (como el griego afirma en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo. Y, hecho de consonantes y vocales, habrá un terrible Nombre, que la esencia cifre de Dios y que la Omnipotencia guarde en letras y sílabas cabales.


Adán y las estrellas lo supieron en el Jardín. La herrumbre del pecado (dicen los cabalistas) lo ha borrado y las generaciones lo perdieron. Los artificios y el candor del hombre no tienen fin. Sabemos que hubo un día en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre en las vigilias de la judería.


No a la manera de otras que una vaga sombra insinúan en la vaga historia, aún está verde y viva la memoria de Judá León, que era rabino en Praga. Sediento de saber lo que Dios sabe, Judá León se dio a permutaciones de letras y complejas variaciones y al fin pronunció el Nombre que es la Clave, la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio, sobre un muñeco que con torpes manos labró, para enseñarle los arcanos de las Letras, del Tiempo y del Espacio.


El simulacro alzó los soñolientos párpados y vio formas y colores que no entendió, perdidos en rumores, y ensayó temerosos movimientos. Gradualmente se vio (como nosotros) aprisionado en esta red sonora de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.


El cabalista que ofició de numen a la vasta criatura apodó Golem. (Estas verdades las refiere Scholem en un docto lugar de su volumen.) El rabí le explicaba el universo (Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga) y logró, al cabo de años, que el perverso barriera bien o mal la sinagoga.


Tal vez hubo un error en la grafía o en la articulación del Sacro Nombre; a pesar de tan alta hechicería, no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.


Sus ojos, menos de hombre que de perro y harto menos de perro que de cosa, seguían al rabí por la dudosa penumbra de las piezas del encierro. Algo anormal y tosco hubo en el Golem, ya que a su paso el gato del rabino se escondía. (Ese gato no está en Scholem, pero, a través del tiempo, lo adivino.) Elevando a su Dios manos filiales, las devociones de su Dios copiaba o, estúpido y sonriente, se ahuecaba en cóncavas zalemas orientales.


El rabí lo miraba con ternura y con algún horror. ¿Cómo (se dijo) pude engendrar este penoso hijo y la inacción dejé, que es la cordura? ¿Por qué di en agregar a la infinita serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana madeja que en lo eterno se devana, di otra causa, otro efecto y otra cuita? En la hora de angustia y de la luz vaga, en su Golem los ojos, detenía. ¿Quién nos dirá las cosas que sentía Dios, al mirar a su rabino en Praga? (Borges, El otro, el mismo , 1964)


En una entrevista Borges dijo: “He hecho lo mejor que pude para ser judío. Pude haber fracasado… Si pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos… Muchas veces me pienso judío, pero me pregunto si tengo derecho de hacerlo”. El sabio hombre que era Borges, reconocía que la civilización occidental debe todo a Atenas y a Jerusalén, por encima de Roma, en el concepto filosófico de pensar las cosas tal como se piensan hoy, tanto así, como de la cultura.


Un amigo de los judíos, un admirador de la tradición judía y del judaísmo y un defensor de Israel fue el hombre más brillante que tuvo Latinoamérica como concluyen los que conocen su obra. Es en el exterior, en especial en Europa, el único latinoamericano que tiene un respaldo intelectual. Los académicos le reconocen en diversas áreas como un erudito y autoridad en temas selectos. Su poesía es muy apreciada por su rima estética y su lírica. Es un honor que Borges haya sido un filo-judío, un amante del judaísmo. En 1971 se le ordeno a Borges con el Premio Jerusalén, esa ciudad que fascinó a Borges y que como el decía es la ciudad más anhelada en todo el mundo por los hombres históricamente, el misticismo y la nostalgia que guarda Jerusalén fueron de gran interés para el gran intelectual del siglo XX argentino. Jorge Luis Borges hizo un valioso poema que será para siempre en el año de 1969, donde refleja su admiración y verdadero amor para con Israel y sus gentes. Estuvo en este año 10 días entre Jerusalén y Tel Aviv y dijo ávidamente que regresaba de visitar: "la más vieja y al mismo tiempo la más joven de las naciones".


Israel, 1969

Temí que en Israel acecharía con dulzura insidiosa la nostalgia que las diásporas seculares acumularon como un triste tesoro en las ciudades del infiel, en las juderías, en los ocasos de la estepa, en los sueños, la nostalgia de aquellos que te anhelaron, Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia, ¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia, sino esa voluntad de salvar, entre las inconstantes formas del tiempo, tu viejo libro mágico, tus liturgias, tu soledad con Dios? No así. La más antigua de las naciones es también la más joven.


No has tentado a los nombres con jardines, con el oro y su tedio sino con el rigor, tierra última. Israel les ha dicho sin palabras: olvidarás quién eres. Olvidarás al otro que dejaste. Olvidarás quién fuiste en las tierras que te dieron sus tardes y sus mañanas y a las que no darás tu nostalgia. Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso. Serás un israelí, serás un soldado. Edificarás la patria con ciénagas: la levantarás con desiertos. Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca. Una sola cosa te prometemos: tu puesto en la batalla. (Borges, Elogio de la sombra, 1969)

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