"Anyu" - Reconstruyendo Vidas, 1945 a 1948 - Parte IX
Se acabó la guerra y quedamos los que quedamos. Debíamos empezar todo de nuevo y de la nada. Los alemanes nazis para entonces estaban lejos, pero los nazis húngaros podían ser cualquier persona a mi alrededor. Con eso tuve que aprender a vivir. Muchas veces me vienen a la mente recuerdos de los primeros diez años después de la guerra. El color del espíritu es gris plomo, el aire es pesado y la risa es privada. El miedo a los agentes provocadores (soplones a sueldo, quienes primero se ganaban la confianza de la gente para después hacerles decir lo que realmente pensaban sobre el régimen o sus dictadores y por su ingenuidad y ganas de desahogarse muchos acabaron en cárceles a causa de ellos) quitaba toda espontaneidad a las conversaciones. Pero teníamos magníficas discusiones entre amigos, madurábamos muy jóvenes. Andras Zagon, mi amigo, por ejemplo, me expuso a sus 17 años, que nunca querría poseer nada que lo retuviera en un sitio y que le impidiera partir si así se necesitare. También gozábamos pequeñas victorias: mamá iba siempre muy elegante a la ópera, con un sombrero coqueto y guantes; vestía un sastre hecho sobre medida en el salón Rotschild, mientras que el resto del mundo se disfrazaba de proletario. Conseguir certificado médico para no tener que desfilar los Primeros de Mayo era todo un deleite. Burlar la vigilancia y escuchar Radio Europa Libre en la finca, era otro gran placer; lo que yo no perdonaba es que me mandaran a mirar que nadie se acercara o a avisar si venían, pues así me perdía las noticias.
Hoy veo con claridad cómo vivía dos vidas paralelas: la que describí antes, la compartida, conllevada, condolida y “consufrida” (palabra que no existe, pero que me es apropiado inventarla) y la mía, personal, felíz, rodeada de amor, con sensación de seguridad y gozando de infinidad de privilegios que mis padres me pudieron brindar. Conservo especialmente grabadas en mi memoria dos vivencias: la primera tiene que ver con mamá, quien no soportaba estar en medio de la muchedumbre, le faltaba aire; sabíamos que era un problema psicológico, por lo tanto, formábamos un círculo alrededor de ella para que se sintiera separada del tumulto. Mamá sufrió severamente de asma, la cual se le presentó por primera vez durante un bombardeo en 1944; cuando tuve unos 11 años estuvo tan grave que los médicos la desahuciaron. No se pudieron conseguir los remedios que necesitaba; el Dr. Bardos, papá de mi amiga Judith, fue el que la internó en el hospital Rokus y logramos conseguiren el mercado negro Taumastman, el remedio apropiado para salvarla.
El otro recuerdo tiene que ver con una fijación mía con los puentes de la ciudad. Al cruzarlos siempre me preguntaba si al derrumbarse yo sería capaz de nadar a la orilla. Esa angustia solo se me quitó cuando llevaba ya un tiempo en Bogotá, donde no hay ríos ni puentes. Supongo que ver todos los puentes de la ciudad destruidos sobre el Danubio me causó gran impresión; de manera similar, siento todavía angustia cuando oigo la sirena de una ambulancia, o de un carro de policía: me hacen recordar las que se oían a la hora de los bombardeos mientras corríamos al refugio. El proceso de reconstruir vidas sería lento, difícil, a veces doloroso y aún faltaban muchos retos que remontar.
VOLVER A COMENZAR. UNIENDO LOS RESTOS
Debíamos reiniciar nuestras vidas con lo que quedaba de ellas, así la percepción de muchos húngaros fuera diferente. Un día de Julio de 1945, poco después de terminar la guerra, llegó a nuestra casa Fritzike, la cuñada de la hermana de mamá, procedente de Auschwitz, junto con su hija de unos dieciséis años, tan flaca y débil, que tuvo que cargarla en un morral a la espalda, al que le había abierto dos huecos para que pasaran las piernas. Tuvo que caminar casi todo el trayecto desde Polonia. Fritzikele dijo a mamá que fuera a Munkacs porque los padres la estaban esperando allí. Según ella, se había encontrado con ellos después de la liberación y le habían pedido que llevara el mensaje. La señora, que aparentaba ser normal, había enloquecido, como nos enteramos después. Mamá estaba segura de que era imposibleque sus padres hubieran sobrevivido y que Fritzike los hubiese visto, pero igual, optó por viajar a su ciudad natal. Mamá duró varios días en llegar a Munkacs, un trayecto que hoy se hace en unas pocas horas. Viajaba en el techo de trenes que paraban más de lo que andaban. Al llegar, lo que encontró fue la casa completamente saqueada, el parquet levantado porque los vecinos, o los antiguos clientes, convertidos en buitres, estuvieron buscando oro y joyas escondidas en todas las casas abandonadas por los judíos.Una señora católica le contó a mamá que antes de que los deportaran, ella se había ofrecido a escondera mi abuela, pero no a su marido porque no podía albergar a más gente. Entonces, a mi abuela le fue imposible aceptar ese ofrecimiento, pues no iba a abandonarlo a su suerte. Tampoco aceptó, según comento la señora, por miedo a la retaliación contra los demás: los guardias húngaros fascistas llamaban lista y si alguien no se presentaba, si alguien faltaba, fusilaban a varios, o a cualquiera, de inmediato.
Mi abuelo, Erno Hausman, estuvo en Budapest en abril, justo unos días antes de que se estableciera el ghetto de Munkacs. Si se hubiera quedado, tal vez se habría salvado, pero corrió donde su esposa, para no dejarla sola.
Mamá, además, se encontró con un zapatero quien le contó que antes de que los obligaran a encerrarse en el ghetto, le hizo a mi abuela unos zapatos especiales de tacón grueso donde escondieron unos diamantes para usarlos en las eventualidades que con seguridad habrían de venir.
El ghetto de Munkacs constaba de muchas manzanas y albergaba unas veinte mil personas. Comenzaba en la calle principal, Fo Utca, donde precisamente tenían la casa mis abuelos, así es que ellos no tuvieron que salir de su hogar.
Según le comentaron a mamá, sus padres invitaron a amigos para que la compartieran, que si recuerdo bien incluían a la familia de nuestra amiga Vica Vereckei. Así vivieron unas tres o cuatro semanas antes de la deportación.
No tener una tumba a donde ir a recordar a los fallecidos, afectó profundamente a todos los sobrevivientes. Por eso es que mis padres pusieron unas pequeñas lápidas adjuntas a las tumbas de los parientes más cercanos con la leyenda “A la memoria de nuestros mártires, 1944” y seguidamente relacionaron la lista de los nombres. Ahora esa placa está junto a la tumba de mis padres.
En el cementerio de Kozma Utca hay una gran pila de tierra amontonada, cientos de metros y a lo largo lápidas recostadas con el nombre de pueblos con la inscripción: “A nuestros mártires”. Allí están enterrados también las Torot y demás artículos sagrados profanados por la barbarie nazi.
Un mes después, en agosto de 1945, mamá viajó a Rumania a buscar a una amiga. Mamá le había entregado, cuando entraron los alemanes a Hungría, su piano de concierto y muchas cosas de valor para que los guardara. Surika estaba casada con un oficial de la policía, no judío y mamá pensaba que, si no sobrevivíamos, al menos esos bienes quedarían en maños amigas. Siendo él policía, había más chance de que las pertenencias se pudieran quedar ahí, bien guardadas. Mamá sobrevivió, pero no así la amistad; la mujer lo negó todo. El piano estaba en la sala de la casa y cuando mamá fue al baño, encontró además los cepillos de dientes de la pareja en las copas de cristal de lo que había sido nuestra vajilla. Ahí se quedaron nuestras cosas. Mamá también envió cosas de valor a Imre, hermano de papá, quien vivía en Ballassagyarmat, su pueblo natal, pensando que bombardearían la capital, pero no a una ciudad pequeña; allí tendrían más chance de salvarse. Bombardearon a Budapest y también a Balassagyarmat y los objetos o se perdieron o los robaron o desaparecieron con los bombardeos. Judith, la hermana menor de mamá, contó con mejor suerte. Cuando tuvo que dejar su apartamento de Baka Utca, en Buda, un vecino casi desconocido, le dijo que empacara lo más necesario en una maleta, que él la guardaría. Así hizo ella y así la recibió de vuelta, intacta. Igualmente, Judith pudo encontrar las joyas que enterraron con su cuñado en el parque, detrás del Museo de Bellas Artes. Con la posguerra llegó en 1946 la época de la hiperinflación. Se manejaban trillones. Me acuerdo de que papá bajaba con una maleta llena de billetes y regresaba apenas con un paquete de azúcar, otro de harina, aceite, tal vez unas papas, pero en todo caso la maleta ya no regresaba llena. Más espacio ocupaba el dinero mismo que lo que se podía comprar con él. La calefacción central no funcionaba, así que papá consiguió un horno de hierro pequeño y lo pusimos en la alcoba para calentarnos. Era un invierno fuerte, las condiciones de vida eran muy difíciles para todos. Recuerdo ver caballos muertosen las calles y enterarme que había gente que los descuartizaba para cocinarlos; también recuerdo gente recogiendo de la calle chicotes de cigarrillos, abrirlos y guardar con cuidado el tabaco en una cajita. En otra caja tenían papel para enrollarlo y ponerse a fumar. El nuevo gobierno emitió cupones para comprar comida. Los niños teníamos derecho a un vaso de leche por día. Todo estaba racionado.
Empecé a ir al Kinder Montessori. Lo único que me acuerdo de ese colegio es que venía un carro a recogerme, que me llenaba de fascinación y de miedo. Era grande, negro y había que subir un peldaño para entrar a esa especie de cueva misteriosa. Por dentro, los asientos eran de una tela suave, como terciopelo. Pero no todo era así de bonito e ingenuo, los riesgos para los niños aún seguían. Una vez estuve jugando en el parque frente al edificio, ya era tarde y mamá me llamó desde el balcón para que entrara. Mientras subía en el ascensor oí un ruido muy fuerte que provenía del parque; una granada dejada en el arenero había explotado.
Entre 1945 y 1948 la gente se dedicó a buscar a sus seres queridos perdidos en la guerra. El método más usado era pegar notas y fotos sobre los troncos de los árboles. Vivíamos junto a la avenida principal de la ciudad, Andrassy Ut, que iba desde el Monumento a los Héroes hacia el centro. Por ambos lados estaba rodeada de árboles, y eso me daba qué mirar. Yo me pasaba meses buscando a mis abuelos allí. Lentamente, la vida iba volviendo a coger su rumbo y su rutina. En los veranos, pasábamos un mes en el lago Balaton, alquilando una habitación en casas privadas. En el invierno, pasábamos dos semanas en las montañas esquiando y el resto de las vacaciones en nuestra finca, Csili, donde podía invitar a mis amigas, de lo cual hablaré luego en este relato.
El Hashomer Hatzair, un movimiento sionista de izquierda organizó un campamento juvenil a principios de 1946. Durante los primeros dos años después de la guerra este tipo de organizaciones judías y sionistas sí eran permitidas ya que el Comunismo tardó unos tres años en afianzarse en el poder y con él fue que llegó el antisionismo. Un día, mamá me llevó frente al Parlamento, donde unos camiones esperaban a muchos niños judíos flacos y pálidos, supongo que yo estaba igual. Nos colgaban unas identificaciones, nos dieron una manzana y nos subieron a ellos. Yo sabía que nos llevaban de paseo por unos diez días y que nos iban a dar cosas ricas, mucha comida, chocolates y frutas. Pero me aterraba que me fueran a separar de nuevo de mamá. Puedo verme con mi abrigo de invierno, una pañoleta sobre la cabeza, la identificación colgando, una maletica y la manzana. Por el camino, los jóvenes sionistas no paraban de esforzarse para que los niños estuviéramos alegres, cantando todo el tiempo “hegyek kozott, volgyek kozott zakatol a vonat - entre montañas y valles suenan los trenes”. Sin embargo, en nosotros, los pequeños, era tan grande la ausencia de emociones, que permanecimos apáticos y distantes todo el camino. Nos vacunaron, nos alimentaron, nos fortalecieron.
Empecé a ir al colegio Barcsaien en septiembre de 1947. Mamá lo escogióporque allí daban también educación religiosa judía. Tenía que ir en tranvía y eso me fascinaba, me acompañaba la empleada. Era la misma que antes había trabajado con mi abuela y que la cedió a mamá cuando se casó. Mi abuela Etka le había ofrecido a mamá que como regalo de bodas se llevara de la casa lo que quisiera. Al irse a Budapest, mamá sintió que era la mejor ayuda que podía tener: además de estar muy bien entrenada, la señora era de total confianza, soberbia cocinera y se sentía parte de la familia. No tenía parientes y con nosotros tenía casa, comida, atención médica, drogas y un sueldo que le alcanzaba para sus gastos.
Lo mejor del colegio era la clase de hebreo por la alegría que nos infundía el profesor. Cantábamos mucho y aprendí a leer y escribir el idioma. Me acuerdo de una fiesta cuando desfilamos con banderas de Israel por los pasillos de la Gran Sinagoga de la calle Dohany, la más grande de Europa. Un día de 1948, mi profesor, un joven pelirrojo, fuerte y alegre, no llegó a clase, ni el siguiente, ni nunca más. Al cuarto día salió el decreto que prohibía la enseñanza religiosa. Al poco tiempo se cerraron las fronteras y bajó la temida Cortina de Hierro. Mamá quiso emigrar a Israel y meses antes había pedido pasaportes, pero ahora ya era imposible salir de Hungría. Por los próximos ocho años, sólo algunos muy arriesgados, valientes o desesperados, intentaron huir. El castigo si los capturaban era la cárcel o, peor aún, ser deportados a Siberia. Varios años después, en 1969 ya viviendo en Bogotá y poco después de nacer mi hijo Jack, me enteré del final de la historia de mi profesor. La esposa del agregado militar de Israel en Colombia me contó que Israel organizó la salida de todo un grupo de muchachos huérfanos desde Hungría. Ella estaba entre ellos y mi profesor con otros jóvenes sionistas había sido parte del grupo organizador. Fue una aventura llena de peligros, tuvieron que caminar de noche jornadas larguísimas, cruzaron la frontera no sé si con Yugoslavia o con Rumania; todo el tiempo, en absoluto silencio. Los niños mayores cargaban a los chiquitos y apenas tuvieron algo de comida.
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